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FUEGO DEL ARBOL CAIDO

Vuelvo irritado

-mas luego, en el jardín:

 el joven sauce.

                               Oshima Riata.

 

 

Mis vecinos decidieron deshacerse de su árbol. Es una Ceiba que en la lengua Zá tiene un nombre muy rítmico y contundente: Yaga Bioongó’. El fruto pequeño, el capullo verde que antecede a su pequeña flor: “Trompipíi”. Caída la flor nace el verdadero fruto que de niño por deducción llamaba “trompopo”, pero cuyo verdadero nombre es mas contundente, talvez por el ruido que hace al caer: “Tapomboo”; árbol bombaceo le llamó Covarrubias.

Compartí cerca de él casi toda mi niñez, cuando mi casa no tenía todavía la barda que nos separa actualmente, recuerdo que jugaba cerca de él y que sus raíces emergidas del suelo eran mi escondite. Cuando hicieron las zanjas para poner los cimientos de la casa batallaron con sus muchas raíces, cortaron sus ramas en la tierra, sus manos asidas  a nuestro suelo, no había tramo en que no toparan con sus dedos. Hay otros dos árboles a su lado, talvez alguno de ellos es su padre porque son más grandes y más viejos. Cómo han de sufrir y cuánta será su tristeza cuando sus raíces entrelazadas en el suelo, en la intimidad y la oscuridad de la tierra se sequen, sus fibras unidas antaño se desprendan, cuando la raíz de nuestro árbol ya no tenga la vitalidad para aferrarse a ellas.

He vivido a su lado casi toda mi vida y he disfrutado de cada una de sus transformaciones. En los últimos meses del año sus hojas se volvían amarillas y luego de color café, las cuales caían lentamente al suelo hasta que sus manos y sus brazos quedaban desnudos llena de espinas. ¿Que enorme imperio era ese que habitaba en todo su cuerpo? a la distancia las espinas parecían pequeñas casas campaña de un ejército invasor, habitados por guerreros, por familias enteras, a la espera de la guerra. La caída de las hojas se volvía un diluvio que tapizaba el suelo, mi madre barría tres veces al día y se amontonaban montañas de hojas en la cual me aventaba y dispersaba ante el enojo de mis padres. En la parte trasera de la casa había un patio abandonado que se llenaba de sus hojas secas y llegaban amontonarse tanto que cuando caminaba entre ellas, las hojas me llegaban a las rodillas; no me costaba trabajo imaginar que era un río y un lago de hojas, el ruido que hacían cuando caminaba era como el del agua.

No tardaba mucho tiempo desnudo, en sus puntas empezaba a salir un capullo verde, que explotaba en pequeñas flores de color rosa, sus flores no son de las que adornan los altares, así que caían y los cerdos se los comían porque eran dulces o se marchitaban en el suelo. Se quedaba desnudo de nuevo para dejar que luego aparecieran los frutos, que se asemejan a unas gotas enormes, estas cuando están verdes no sirven para nada, ni los cerdos se los comen, caían al suelo haciendo un  pequeño estruendo, y parecía una lluvia de enormes gotas  cuando el viento lo agitaba. Aun con la persistencia del viento algunas se negaban a caer y se mantenía unidas al árbol; hasta que secaban, desprendían sus envolturas y dejaban ver su interior, que eran algodones color café; arrancadas por el viento alojando semillas parecían pequeños paracaidistas que daban suavemente al suelo. Las calles se llenaban de algodones como si fuera una nevada de algodón, las casas aledañas cerraban sus puertas y ventanas para no permitir la entrada a los molestos visitantes, que  cuando lograban entrar se posaban sobre la comida, se amontonaban en las orillas, y al tratar de barrerlos se adherían a las escobas, al cabello y a la ropa; entraban a las fosas nasales.

Los frutos que caían al suelo se guardaban en sacos y cuando secaban se les extraían su algodón para hacer almohadas, enormes almohadas que se vendían en el mercado. No se puede comparar la frescura y comodidad de las almohadas.

Los trovadores no pudieron eludir su presencia. Eustaquio Jiménez Girón lo cita tiernamente en un de sus creaciones. “Tequita” es una hermosa pieza llena de añoranzas, un halago a la madre y un cortejo a la mujer. En uno de sus versos dice:

Lii nga bisiziasu naa ndani ti guixeyaaga

gunda lu ti yaaga bioongo

luu ti daa huiini’ xa ñanne’

Guululu’ ti bicuugu’ dxa’ tipa de xiaa tapoombo’

 

Me arrullaste con amor en rústica hamaca

colgada en frondosa Ceiba,

en un chico petate

con una almohadita rellena de algodón mullido

 

En mis días tristes, embestido por la depresión me bastaba ver su figura, de su negra piel brotaban sus nuevas hojas, mecida por la brisa. Era la vida misma, su reluciente verdor, su frescura, su grandeza fueron mi antídoto. Hoy ya no está. Acompañaba con su sombra, con su presencia el paisaje de mi vida, un árbol vetusto, que con sus ramas parecía que rasgaba al cielo. En estos días siempre miro hacia el norte y me da mucha tristeza ese enorme vacío azul que quedó en su lugar, las tardes son mas tristes sin él, en las noches sus sombras ya no se proyectan en las paredes de mi cuarto, ni tapan los resplandores de los rayos en las noches de lluvia.

Hoy lo derribaron por completo, es una lástima. Han cometido un asesinato esos salvajes. Tres semanas nos dieron para separarnos de él, lo destazaban cada fin de semana, como si nos dieran ese tiempo para acostumbrarnos a estar sin su presencia. Trataba de no estar en casa para no oír los sonidos de su martirio, los estruendos de sus verdes ramas al caer, el ruido de la motosierra que parecían quejidos. Cuando regresaba los cortadores ya habían acabado, se veía en el suelo sus lagrimas que eran sus espinas. Su sangre en polvo quedaba esparcida por todo el patio. Cuando me tocaba estar ahí parecía nevar mientras los dientes metálicos se hundía en la blancura de su carne, sentado enfrente de la maquina tratando de trabajar oía los estruendos de sus ramas  al caer al suelo. Una a una caían a pedazos sus partes, caían ciudades, imperios. Caían en minutos los años que se acumularon para enverdecer el cielo, para no levantarse jamás.

No estuve cuando exterminaron definitivamente cortar su tronco, ¿qué estruendo habrá causado? No sé como hubiera reaccionado al  escuchar retumbo de su caída. Me asomé a verlo con su piel negra llena de barros, parecía un saurio enorme, un animal mítico aniquilado. Ese día el cielo lloraba su caída, las gotas habían apagado una pequeña fogata que se había hecho de sus ramas secas, del cual emergió un humo blanco que parecía sahumarlo. Se me vino a la mente las palabras de un pallador indio: “Le pido perdón al árbol cuando lo voy a tronchar”; se me nublaron los ojos,  y me sentí culpable por haber permitido tal asesinato, le pedí perdón por nuestra falta de respeto, por nuestro olvido. Su caída significa nuestra amnesia galopante, una muestra de la perdida definitiva de nuestra unión con la naturaleza. Recuerdo que cuando una de las ramas de alguna planta de nuestro pequeño jardín se quebraba, mi madre me pedía que con mis manos uniera las dos partes separadas de la rama, y que lo amarrara para que no se volviera a caer, “vamos a ver si tus manos tienen verdor” decía. Pasaban los días y aquella rama se recuperaba, ella me decía con una sonrisa, mientras quitaba el amarre: “mira la rama se ha recuperado, eso significa que tu mano tiene verdor”. Yo me alegraba de que mis manos hubieran contribuido a tal milagro. Mi abuela paterna, es una mujer que solía plantar albahaca, cortaba pequeñas ramas casi muertas de su altar para hundirlas en el suelo con sus rudas manos, milagrosamente revivían; no ha pasado lo mismo con nuestro antiguo amor a la naturaleza.

Gerardo Valdivieso Parada

 

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