Seguiste al pitero guardián de la costumbre, el venerado hombre del ritual, el heredero de la danza del origen. Te erizó la piel el tono de agua del carrizo, la agudísima flauta con boca de cera que antecede al olor de los ramos de coros y del sonido del metal sobre la tierra de la carreta.
Lo seguiste por los caminos de polvo y arena fina, y llegaste a un patio fresco en donde se sirve el mezcal. En el último reducto de la lengua -que se cree sobrevivirá mil años- te sentaste en silencio, mientras los tres elementos desgranaban los sones. Desfilaron en la piel del venado y en la panza de la tortuga los vestigios de viejas danzas que dibujabas en la tierra fresca: el alcaraván solitario, la iguana rajada, la male que sale de la cocina, el jaguar amenazante, los danzantes en agosto, la carreta en el convite de flores, el viejo pescador, el diablo que se tragó el tamal, la barriga vacía, el aviso para la reverencia, para la comida ritual.
Oíste entonces la voz del maestro repetir un cántico antiguo de salutación al ave que recuerda a una deidad oscura, que se alimenta de niños pequeños en la montaña de donde nace el agua y que se ha reducido a un himno para pedir de comer.
La risa de río de Sidru Pitu es una figura de arcilla milenaria que ríe a plena luz, la cara del pitero es la fascinación en el ambiente de polvo, de sol que inunda las calles y los patios y se mira su mar de luz desde la sombra baja de la choza de palma.
Sentados a los pies de los dueños de la anécdota, de la palabra precisa, del silabario antiguo, de la poesía vegetal, de los hombres que hoy ya no están, volviste a los orígenes, al cuento, al relato, a la historia contada mientras se desgrana el maíz, mientras se mira a la luna, se contempla el fuego.
Sentiste la tierra con los pies desnudos y los humores de los callejones de lodo, (la esencia de donde emergió nuestro primer abuelo con su piel de pochote), ascendieron a tu alma, desde entonces emergían lagunas de agua salada en tus ojos y la saliva se agolpaban en tu garganta cuando escuchabas el nombre de la madre amada: Juchitán.
*Texto leído durante el novenario de Francisco Toledo
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