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El regalo de la Primera Dama

Gerardo Valdivieso Parada

Nadie vio cuando lo bajaron de la camioneta blanca sin placas, la carretera estaba desierta, ni un coche, ni un autobús por donde se asomara un testigo que observara como lo llevaban en vilo los dos judiciales hasta la loma del canal de riego y ahí lo dejaban caer. Su cuerpo hecho una desgracia, un santocristo, se dobló como un saco de basura y rodó por todo el talud  hasta llegar al fondo seco. Era de día, la impunidad se pasea de día, pensó. El sol caía a plomo, su cuerpo sobre el pasto seco empezó a sentir el calor de la tierra, tenía el rostro hinchado y apenas si podía vislumbrar una rendija de luz del exterior, tenía la boca seca como si la garganta estuviera apretujada de harina, constante estaba la molestia de vomitar las entrañas. Presintió que cerca había la sombra de un árbol de espinos, pero todo le dolía, sintió que sus órganos interiores estaban destrozados. Aquello era el infierno, no podía identificar un dolor entre los ecos de todos los dolores venidos de todo el cuerpo, luego el calor de la canícula lo cocía, esperaba el momento en que el diablo, rojo de sangre, se acercara a él con su trinche para ensartarlo y asarlo como una salchicha. Llegó a la conclusión que la muerte es la nada. Vino a su mente el libro que sacó del estante de la primera biblioteca que conoció cuando llegó a estudiar a la ciudad, era un libro nuevo, grueso, de gruesas tapas, con una foto pequeña de la autora en la portada y debajo de la imagen el título: Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir. Recordó el pasaje en donde la joven francesa vislumbra la nada en la lectura de La sirenita. No moría, sólo los dolores como grillos hacían un escándalo en la oscuridad de su desgracia. Las imágenes de su joven pasado desfilaban delante de él: una sirena, el mar, la playa, las tortugas, Gloria la mujer cuyo cuerpo habitó. Venían del mismo pueblo, ella atendía la cantina en donde acudían con sus compañeros a tomar. Se quedaba en el pequeño cuarto que rentaba y platicaban siempre del pasado.

Todos se reían de él cuando confiaba que podía recordar, como Yukio Mishima en Confesiones de una máscara, su primer baño cuando era un bebé recién nacido. Recordaba la superficie blanquísima y resplandeciente del acabado de la tasa del baño en donde lo bañaban. “¿Una tasa de baño? Qué asco, de seguro es un sueño escatológico que has confundido con tu pasado” le dijo alguno de los compañeros. Sólo Gloria lo comprendía y le contó lo que en el pueblo estaba prohibido recordar. Ella era una niña cuando llegó en una visita oficial la esposa del Presidente de la República al pueblo, con sus ojos de Primera Dama vio sólo miseria y como acto amable decidió que el gobierno debía hacer justicia a los más abandonados de su nación, su marido no se negaría a entregarles una buena obra. Cuando preguntó cuál era la más grande necesidad del pueblo nadie supo responderle. Apenas llegó a la capital ordenó que se introdujera una red de agua y drenaje. La dama fue tan generosa que además del drenaje se instaló en cada casa censada una taza de baño nuevo. El recipiente pegado al piso era tan limpio y tan blanco y el agua tan limpia, que las mujeres ya no le encontraron sentido caminar hasta el río y lavaban los trastes y la ropa en aquel espacio casi mágico que se llevaba a sus entrañas el agua sucia y traía con sólo jalar la palanca agua limpia. El Principal, el sabio, anunció que aquel artefacto casi mágico era un regalo de la deidad, a la que se ofrecía tributo los días en que sus hijos venían de visita de la profundidad del mar a desovar en la playa. Gloria recordaba que las niñas recogían una tortuga recién salida del huevo de la playa para colocarlo en la tasa del baño como para que la deidad la bendijera. Cuando llegó el delegado indigenista se carcajeó de buena gana al ver el espectáculo, cuando les explicó lo que hacía el resto del mundo civilizado en la taza del baño, no podían creer ni aceptar que  aquello tan limpio servía para depositar los desperdicios del cuerpo. El delegado exhortó a la autoridad a obligar al pueblo a utilizar los servicios sanitarios de manera correcta. Algunos obedecieron, principalmente los que vieron al delegado encogerse de risa, sintieron vergüenza de no haber adivinado la forma correcta de utilizar los artefactos de la civilización. Los más siguieron el ejemplo del sabio que arrancó el regalo de la deidad y lo depositó en la cueva de las ofrendas. La mayoría de las tazas quedaron en la entrada de la gruta, limpias y sin haber sido manchadas por miseria humana alguna, después de todo, pensaron, para qué diablos estaba el vasto monte si no para ir a cagar.

Escuchaba los ruidos de los automóviles pasar en la carretera, el día agonizaba igual que él, ahora vendría el frío. No se asomaba por su mente ningún pensamiento religioso, no creía en santos ni en Dios como sus compañeros, tampoco en la Biblia un libro que veneraban sus padres analfabetos. Su convencido ateísmo nunca flaqueó ni siquiera en el momento de la más álgida tortura. Se había entregado a la nada cuando lo detuvieron en la calle, siguiendo el consejo de Alexandr Soljenitsin en Archipiélago Gulag, había borrado de su mente todo recuerdo que lo atara al mundo, se entregó muerto a sus cautivos. En el momento en que sus verdugos lo acercaban a la taza del baño y le hundían la cabeza en su agua sucia de orín y de mierda, le hubiera gustado creer en la deidad de sus ancestros, si le hubiera pasado por la cabeza entregarse a creencia alguna voltearía hacia el pasado, posaría su fe en la límpida creencia oculta de su pueblo obligado al final a echar mierda sobre lo cristalino, lo puro, lo sagrado. Estoico, siguiendo una costumbre entendida de siglos, no delató a nadie, ni soltó dato alguno.

Llegaba el frío, aunque la oquedad del canal lo salvaba del viento, el frío le calaba los huesos. Pensó en Gloria, en su cuerpo pequeño y tibio, la imaginaba jugando con la pequeña tortuga en la taza del baño cuando la tinta negra de la muerte le inundó los ojos.

 

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