Cultura

El cine Lux

Jorge Magariño
I
El cine Lux fue construido allá por 1945 (allende el mar tronaban los cañones de la Segunda Guerra Mundial), permaneció funcionando hasta que llegaron la huelgas, los trabajadores reclamaron sus derechos y el patrón prefirió cerrar las puertas del changarro.
Varios años pasaron para que hoy todo quede reducido a ese montón de cascajo y fierros retorcidos que usted puede ver. Se habrá de construir –dicen- un gran centro comercial en el mismo sitio. La modernidad, pues ya qué.
A Juchitán llegó el Presidente de la República para anunciar nuestro despegue. Drenaje, agua potable y pavimentación marchan a todo vapor, y los propietarios del solar –alguna vez de la familia Vera- no se quedan atrás: tendremos centro comercial. A la vuelta de unos años nadie se acordará de las colas y las trasteadas en el cine Lux, como ahora pocos recuerdan el enorme corredor –antesala del espectáculo- llegando a mitad de la calle o el cine muda –con Eugenio Echazarreta, padre de aquella Nora Cantú, actriz del cine mexicano, Carmen de nombre bautismal. O el “Tipitón”, vetusto vehículo colectivo para trasladarse a Ixtepec.

II
No hay paso para la nostalgia. Los muros van cayendo uno a uno, poco a poco ¿Recuerda usted? Aquellas paredes de cincuenta, sesenta, setenta centímetros de espesor ¡Jesús! Parecía que nunca iban a caer. Pasaron los temblores, las inundaciones; llegó la ceniza del Chichonal, y seguían incólumes las paredes del cine.
¿Se acuerda? Las matinés “Mirinda”, de efímera existencia. Todo porque a algún alma de Dios se le ocurrió tomar la pantalla como el blanco perfecto para los esbeltos envases de cristal que, infaliblemente, acertaban en la gran pared blanca y de ribetes negros. O los muchachillos aquellos, escudados en la expectación causada por el inicio de la función, saltándose la endeble malla, ilusoria división entre la luneta y el populacho ocupante de la galería.
Ah, las matinés. Iniciaban a las seis de la tarde –según lo programado- y debía uno adivinar el comienzo de la película en primavera y verano, pues el señor sol apenas y se estaba ocultando. Claro, sin techo no podía haber oscuridad en Juchitán a esas clarísimas horas de la tarde ¡A quién se le ocurre! Pero, bueno, no podía retrasarse el inicio: la otra función comenzaba a las ocho de la noche, y el velador debía revisar el lunetario y el graderío de gayola para ver si no se había escondido algún fulano.
Cine lux, cine Lux y sus colísimas para ver la presentación del propio Jeff Cooper interpretando a Kalimán, el propio Kalimán, atlético y de ojos azules. Ingrato Kalimán que sólo tuvo tres presentaciones a doble precio. Ni modo, no lo pudimos ver ¡dónde! si apenas y nos daban para la matiné dominical. Vimos, eso sí, el tumulto, los empujones de las doce del día. Todo por conseguir un boleto, pasaporte precioso hacia la fortuna de presenciar las peripecias del protegido de la diosa Kali, acompañado de su pequeño y valiente amigo Solín.
El cine Lux y sus miércoles de películas americanas. Invariablemente llegaban veinte o treinta ciudadanos aburridos a ver la proyección de media semana; unos cuantos terminaban el programa doble, quién se iba a chutar dos películas gringas, si apenas se hablaba la castilla. No faltaba el paisano que, al quedarse muda la película –por problemas técnicos- reclamaba “¡sonido, que no sé leer!”, y la transposición de la voz chilanga “cácaro”, transformada en “¡ora, Mario, deja la botella!”, aunque el mentado fuera operario del cine Juárez, ubicado a cuatro cuadras del lugar.
El cine Lux y sus gradas de concreto; el lunetario con su sillería metálica soldada de extremo a extremo de cada fila, con el clásico pasillo al centro, y sus baños y mingitorios democráticos, dígame si no: el varón de luneta debía hacer sus aguas en el local de galería, mientras la mujer ocupante del graderío pasaba a preferencial para hacer de las suyas. Lindo el cine, tanto que en una ocasión, un pariente venido del DF comentó, mientras dirigía la vista hacia arriba.
-Qué original.
-¿Por qué? –inquirí.
-Las luces son tan reales, que parecen estrellas –contestó.
Reímos abiertamente cuando le aclaré sobre la inexistencia de otro techo que no fuera el tachonado cielo natural.
Las matinés de revistas alquiladas ¿se acuerdan? Por veinte centavos usted podía leer el último número de Juan José Panadero “El Payo”, lo mismo que una antiquísima edición de la hechicera Hermelinda Linda o su similar Aniceto Verduzco, feos como pedrada en el ojo. Por supuesto, existía la opción de Novelas de Amor o Rutas de Pasión.
Para el o la comerciante (que nada tenía que ver con el dueño del cine) era un buen negocio, sin contar con el previsible extravío semanal de dos o tres ejemplares, producto del avispamiento de los lectores, lo cual resultaba en llanto del micro emprendedor de regreso a casa, tal como cuenta un mi compadre de apellido Terán.
III
Como diría el buen Sabines “Pasó el viento. Quedaron de la casa, el pozo abierto y la raíz en ruinas, y es en vano llorar…”
Construyeron el Cinema Acuario, tenemos media docena de videoclubes, donde se pueden ver las aventuras de Rambo en su episodio número diecisiete o los hermanos Almada, a un paso de ocupar el sacro lugar de abuelitos del cine nacional.
Pero no es lo mismo. No, señor.

De Eróticos anónimos, 1995.

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